El Camino, porque sí.
Cuando pones el primer pie en el estrado del Camino de Santiago,
un hormigueo recorre tu cuerpo. Las sensaciones se multiplican cuando llevas
recorridos los primeros metros, y se hacen inmensas e imposibles de controlar,
si son ya kilómetros los que se cuentan tras nuestros pasos. Nunca quise
responder a la típica pregunta: ¿por qué haces el Camino?. Ni aún habiéndolo
finalizado. No se trata de responder a una cuestión de por si fácil, y al mismo
tiempo compleja de analizar. Lo mejor es un porque sí. Y ya está. Que cada cual
saque las conclusiones que desee. Si las tiene, y si no, pues que al menos para
sus amigos cuente, con más o menos acierto, como le fue en esos muchos metros
recorridos. A lo largo del Camino de Santiago encontré a gentes de todo tipo y
condición. Diversidad de idiomas, de culturas, de costumbres, de educación, de
edad, de condición física. Todos, al unísono caminábamos hacia Santiago.
Juntos, pero no revueltos. Bueno, también revueltos. Que más daba. Cada jornada
se convertía, sin solución de continuidad en un ir, que no venir de gentes.
Hacia algún lado, eso era seguro. Y con algún sentido, eso también lo era.
Los nombres se apiñan en la memoria, también en las
agendas, repletas esta vez de nombres y de apellidos. Porque cada etapa suponía
el conocimiento de otras personas. El descubrimiento de que otro ser, con el
que te habías tropezado por casualidad, se cruzaba en tu camino. La certeza de
que Antonio, Rosi, María del Carmen, Vanesa, Juana, Pepe, Vila, Jóse o Enrique,
se encontraban en alguna parte. Nombres cargados de razones para continuar,
repletos de vivencias y sinsabores. Motivados para continuar cada día, y para
saludar y animar a quien correspondiese.
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