EL ORDEN DE
LOS TIEMPOS
La viruela y
su prevención en El Puerto
ILUSTRACIÓN: María Fernández Lizaso
En el siglo
XIX fueron varias las epidemias de viruela que sufrió El Puerto. En mayo de
1865, el Pleno del Ayuntamiento convocó a la Junta Municipal de Sanidad para
cumplir una Real Cédula por la que el rey Carlos IV ordena la vacunación contra
la enfermedad.
Ya en el siglo XVIII hubo epidemias de viruelas que desolaron la tierra y
se llegó a llamar este mal: ‘Azote de Europa, América y parte de Asia’. En
Utrecht en 1729 fue tan cruel que ni uno sólo afectado pudo rescatarse. En
Roma, en 1754, murieron más de 6.000 personas en sólo 4 meses. En Inglaterra en
44 años murieron 80.505 personas. Aquí en España fueron sonadas las epidemias
aparecidas en Talavera de la Reina en 1741 y en Madrid en 1773. Era tan común que
casi todos los individuos presentaban cicatrices de viruela y se dio la anecdótica
situación que en los pasquines que notificaban la descripción de los
delincuentes perseguidos recalcaban el hecho de que tal individuo “no tenía los
clásicos hoyuelos”.
Hasta que en 1798 el médico inglés Ewdard Jenner practicó la vacunación,
tan solo existía prevención o tratamientos naturales. Unos aconsejaban nadar,
argumentando que los baños que limpiaban la piel y los poros eran muy
recomendados. Otros incidían en la dieta, la cual debería basarse en mezcla de
hierbas y frutos ácidos, o también pan mojado en vinagre de saúco como desayuno.
Entre los impresos encontrados en el Archivo Municipal portuense aparece
uno fechado en Aranjuez, el 21 de abril de 1805. Se trata de la Real Cédula por
la que el rey Carlos IV ordena que en todos los hospitales las capitales de
España “se destine una sala para conservar el fluido vacuno y comunicarlo a
cuantos concurran a disfrutar de este beneficio y gratuitamente a los pobres,
bajo la inspección y reglas que se expresan”. En el documento se disponía
además que se llevase a cabo por los cirujanos ayudados de sus practicantes, y
de forma gratuita, los días de la semana que se señale. Parecerían
desproporcionadas estas las medidas, pero era necesario erradicar las epidemias
de viruela y sobre todo hacer desaparecer de la población las numerosas
contradicciones que sobre las inoculaciones se habían producido.
Nuestra ciudad no iba a ser menos, así el Pleno del Ayuntamiento de mayo de
1865 acordaba convocar a la Junta Municipal de Sanidad. Comienza una época en
la que las autoridades municipales se toman en serio las recomendaciones
sanitarias.
Como primera medida -dada la importancia del trasiego comercial por vía
marítima-, se impedía el atraque de buques que llevaran enfermos de viruelas
hasta que una comisión de la Junta respectiva realizara una inspección y emitiera
un dictamen favorable. En toda la población se obligaba a los dueños de fondas,
casas de huéspedes y paradores, a que dieran parte en caso de presentarse
síntomas sospechosos en cualquiera persona de las hospedadas en sus casas
procedentes de pueblos epidemiados.
Se divide a la ciudad en tres distritos, en cada uno de los cuales se
estableció puntos de vacunación. El primero de ellos correspondía al Hospital
de San Juan de Dios, el segundo en las Casas Consistoriales y el tercero en el
Edificio Municipal que existía en la calle de los Descalzos. Se determina igualmente
la periodicidad, “procurándose que por lo menos dos idas cada semana y a ser posible
los festivos” y se hacía hincapié en la gratuidad para los pobres.
Se insistía en la importancia que tenían las vacunaciones. Un edicto
municipal era más que elocuente: “ya que ésta alcaldía está convencida de que
la vacuna es el único y eficaz preservativo que la ciencia médica aconseja para
precaverse de la enfermedad de la viruela, cómo lo tiene acreditado la
experiencia”. Como medida coercitiva se acordó la no admisión en las escuelas
públicas o particulares, gratuitas o de pago, de alumnos sin que acompañe un
certificado de haber sido vacunado. Para amarrar más si cabe esta medida, desde
la alcaldía se advertía que en caso de duda, “el alumno deberá ser reconocido
por el médico del centro respectivo, el que procederá a vacunarlo, al no
presentar cicatrices evidentes de vacuna o viruela”. La disposición se hacía
extensiva a todos los establecimientos de enseñanza, a los asilos de
beneficencia, “a los sirvientes matriculados y a las personas a quienes las autoridades
puedan imponerla como obligatorias”.
Tan decisiva fue la actuación de la Junta Municipal de Sanidad de El
Puerto, que en la segunda mitad del siglo XIX en todas las reuniones celebradas
aparece la viruela entre los puntos a tratar. Bien se trataba de un expediente
suelto relativo a enfermos de viruela “que se dice existen en la calle San
Francisco de Paula, 7”, bien se recibían informes de visitas realizadas, relación
de vacunaciones, visitas a escuelas o medidas generales a poner en práctica.
El apartado de las visitas domiciliarias aparece aquí como novedoso, ya que
se acordaba que “los tenientes de alcalde de barrio en compañía de un miembro de
la Junta de Sanidad practicarán visitas domiciliarias, denunciando a la alcaldía
aquellas viviendas que no reúnan las condiciones de higiene y que puedan ser
focos de infección”. En los casos que se detectasen enfermos en las viviendas,
estos debían aislarse y en caso de fallecimiento “adoptándose las fumigaciones
y demás medidas que la higiene aconseja para sanear las habitaciones o focos infecciosos”.
Por último se manifestaba la intención que se adoptasen todas las medidas
de carácter general que tienen relación con la salubridad, higiene y policía de
la población.
El ayuntamiento de la época supo leer con
acierto que debería cuidar dos medidas de Salud Pública imprescindibles
para proteger el bienestar de sus ciudadanos, que se habían puesto de
manifiesto a lo largo de los años, la potabilización del agua y la vacunación.
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